Era increíble pensar que aquel chico de ojos azules, que me había tenido enamorada en el instituto, hubiera vuelto a aparecer en mi vida. La misma mirada, la misma sonrisa, lo había reconocido a la perfección, no podía creerlo. Además, no podía haber llegado en mejor momento a mi vida. Volviendo a abrir puertas que llevaban tanto tiempo cerradas.Llevaba casi un año soltera. Después de dos años con mi novio, el muy puñetero me citó un día en una cafetería para comentarme “algo importante”. Cada vez que escucho esas malditas palabras me pongo de los nervios. ¿En serio dejarme de un día para otro con más explicación que un: “Vera, hay algo que falla” es “algo importante”? No sé, yo lo llamaría, algo vital, algo que no esperas, algo doloroso, algo que te va a hacer sentir como una mierda o un sinfín de palabras malditas para cagarme en todo lo posible cada vez que pienso en él.

Como cada vez que quedábamos, me preparé y me puse guapa para él. Jamás podría haber imaginado que iba a dejarme. ¿Dónde se quedó mi instinto femenino? ¿Acaso yo no lo tengo? Después de este año pensando en aquel día había llegado a la conclusión de que, efectivamente, no. Mi instinto femenino se lo había debido llevar otra que lo tenga por duplicado. ¡Qué suertuda!

Lo que iba contando, nuestra relación estaba como siempre, nos veíamos cuando nuestros trabajos nos dejaban y la ilusión parecía evidente cada vez que estábamos juntos. Por lo menos, mi ilusión existía. La de él se debió quedar en algún lugar recóndito bien enterradita. La cuestión, me dijo que había algo que había cambiado y que había algo que fallaba. Que lo sentía mucho, que no quería hacerme daño pero que quería dejarlo conmigo. Suponía que la reacción lógica era gritar, decirle que era un gilipollas, que lo odiaba, o quizá podía haberle pedido alguna explicación, que me dijera algo más que me ayudara a entender qué había pasado.  Sin embargo, mis palabras se debieron quedar en el mismo rincón recóndito donde se quedó su ilusión. Mi garganta se quedó tan seca como la arena del desierto. Me levanté con dignidad (¡eso que no falte!), cogí mi bolso y con la cabeza bien alta le dije: “Adiós”. Y me fui. Pensando con rotundidad que esa no sería la última vez que nos veríamos. Pero sí lo fue, nunca me llamó, no volvió a interesarse por mí, ni siquiera tuvo intención de saber cómo me encontraba después del jarro de agua fría de aquella noche.  No os voy a negar que tardé una semana, sólo una semana en recuperarme (o eso quiero creer), lloré hasta la saciedad, tenía que beber agua cada dos por tres para recuperarme. ¡Juro que esto es verdad! Lo más difícil fue contárselo a mis padres, a mis amigos, al mundo entero… Me daba vergüenza, me sentía ridícula, absurda y totalmente ninguneada por un gilipollas. Pero decidí reponerme, olvidarme de que había existido, de hecho, no había vuelto a mencionar su nombre, para mí era como si esos dos años de relación hubieran sido un extraño sueño. Bonito al principio, pero totalmente humillante al final.

Y así me encontraba casi un año después volviendo a acordarme de él. Pero sin querer acordarme, sólo había pensado en él a raíz de lo que me había pasado ese día. ¡Creo que mi vida iba ganando puntos para convertirse en la próxima historia tipo ‘El diario de Britget Jones’, con la única diferencia de que no escribo un diario, no lo he escrito y no creo que lo escriba nunca. Pues bien, como iba diciendo, él me hizo recordar este último año de mi vida. Él, aquel amor de instituto. Martín.

Salí del trabajo tarde, como todos los días. El Metro de Madrid debía estar a rebosar y como estaba ya un poco harta de tanta gente apretujándome mientras olía el aroma de la vuelta del trabajo… (perdón por este comentario tan poco agradable) había decidido coger un taxi. En realidad mi sueldo es bastante bajo, pero había decidido darme ese capricho. Trabajo en una agencia de publicidad, visto con traje, faldas ajustadas, zapatos y bolsos colgados en mi brazo. Soy el ejemplo perfecto de mujer ejecutiva, con la diferencia de que tengo el sueldo de una becaria. Pero bueno, ¡ese día me apetecía gastármelo! A cualquiera que le digas que coger un taxi es darse un capricho igual alucina en colores, pero oye, para mí lo es.

Me paré en una acera del Paseo de la Castellana y levanté el brazo tipo “voy a parar un taxi en Nueva York”, digamos que sensualmente. Me encanta pisar firme con mis tacones, con el pelo al aire y andar por la calle como si mi vida fuera un videoclip. Para volver a la realidad, un taxista paró y pitó porque yo seguía como ensimismada. Abrí la puerta, me monté en el taxi y le indiqué mi dirección. Después de casi medio camino mirando el móvil, levanté la vista y miré el espejo retrovisor cuando vi algo que me dejó totalmente petrificada. Esos ojos preciosos. ¡No puede ser él!, pensé repitiendo una y otra vez. Mi corazón empezó a latir a toda velocidad y miles de imágenes se instalaron en mi cabeza. ¡Me faltaba hasta el aire! Aquellos días en el instituto, estuve detrás de él todo el bachillerato, había sido mi amor ¿platónico?

  • ¡Cuánto tiempo! – Martín (el taxista, mi amor de juventud) rompió el silencio. Os juro que yo me había quedado ensimismada mirando el espejo retrovisor.
  • Sí… – contesté.
  • ¿Cómo estás? – se giró y me miró directamente.
  • Bien, acabo de salir de trabajar – me había quedado sin palabras – vivo aquí – añadí señalando el portal que quedaba a mi derecha.
  • Estás muy bien – dijo él con una sonrisa de medio lado. ¡Estaba flirteando conmigo! ¡Estoy segura!
  • Gracias, tú también – respondí yo que por fin reaccioné y comencé a comportarme como la mujer segura de mí misma que soy – tengo que irme – dije poniendo mi mano en el pomo de la puerta.
  • Si quieres podemos vernos un día y me cuentas qué tal te va la vida – seguía con ese tono seductor, igualito que hacía unos años.

Me quedé callada, él sacó el ticket y por la parte de detrás escribió su número de teléfono.

  • Llámame – dijo seguro de sí mismo.

Cogí el ticket rozando su mano. Me produjo un escalofrío.

  • ¿Cuánto es? – pregunté sin saber muy bien qué responder. Por un momento, él, ese maldito del que os hablaba antes vino a mi cabeza y no me apetecía nada de nada implicarme con alguien. Y mucho menos un alguien que no era una noche loca de pasión y un ya nos veremos convertido en una falsa promesa.
  • Nos vemos luego y me invitas a cenar. Te espero aquí a las diez. Si apareces entenderé que tú también piensas que tenemos una conversación pendiente, si no apareces entenderé que no tenías nada que decir – me lo dijo de tal forma que provocó un cosquilleo en mi estómago. El número de teléfono pasó a un plano totalmente secundario. Había decidido ir directo al grano.

Abrí la puerta y sin decirle nada salí del coche. Comencé a andar y a medio camino del taxi al portal me giré para dedicarle una sonrisa a la que él respondió con ese saludo tan masculino como cuando saludan los policías (no se me ocurre mejor manera de explicarlo de forma gráfica).

Entré en casa pensando en lo que acaba de pasar y me dejé caer en el sofá resoplando. No podía evitarlo, desde que había salido del taxi tenía una sonrisa tonta en la cara que no podía quitar. ¿Qué hacía? ¿Quedaba con él? En realidad no sabía si era buena idea, pero en el fondo me apetecía. Había dicho que teníamos una conversación pendiente y yo también creía que había mucho que no nos dijimos hace años.

Años atrás

Era la última semana del instituto, mi vida iba a cambiar radicalmente. Estaba muy ilusionada con el inicio de la universidad, pero en cierto modo también sentía pena porque se acabara aquella época de mi vida. Era como pensar en que me estaba haciendo mayor y me daba miedo perder a mis amigos de siempre con el paso del tiempo y el cambio de nuestras vidas. Pero lo que más pena me daba era dejar de ver a Martín. Él tenía un grupo de amigos y yo otro por lo que nunca salíamos juntos, teníamos la relación justa de dos compañeros de clase, hasta que todo cambio en la noche de la cena de fin de curso.

Recuerdo como estuve toda la tarde preparándome para el gran evento. Me puse un vestido azul marino con escote de barco, unos zapatos beige y me hice un semirecogido en el pelo con un broche que tenía con brillantitos. Creo que tardé unas dos horas en maquillarme. Había estado varios días mirando vídeos de YouTube para aprender a pintarme los ojos ahumados y, finalmente, el resultado fue estupendo. Me sentía guapísima.

Recuerdo como cruzamos nuestras miradas varias veces durante la cena. Yo estaba a una punta de la mesa y él a otra, sin embargo, no dejaba de notar sus ojos puestos en mí y yo tampoco podía contenerme. Me gustaba mirarle, me gustaba su presencia (aunque no estuviera cerca de mí), me gustaban sus ojos, me gustaba su manera de coger los cubiertos, su voz, su sonrisa, su forma de hablar con la gente, sus gestos cada vez que se subía la manga de la americana, me gustaba todo de él. Absolutamente todo. Martín era ese tipo de persona que irradia una luz especial. Moreno, con los ojos azules, un cuerpo atlético y muy masculino. Ya lo había dado por perdido, nuestros caminos iban a separarse y ese beso con el que tantas noches había soñado se quedaría en eso, en un bonito sueño. Sin embargo, allí, sentada en aquella mesa llena de gente, para mí sólo existía él, y sentí que para él sólo existía yo. Supe, sin lugar a dudas, que esos labios iban a rozar los míos. Lo sabía. Terminamos de cenar, nos hicimos miles de fotos, tomamos chupitos y fuimos a una de las discotecas de moda de Madrid. Las miradas continuaron durante toda la noche hasta que llegó el momento que había esperado tanto tiempo. Estaba en la barra esperando para pedir una copa y, de pronto, Martín se acercó a mí. No me miró, los dos nos quedamos apoyados en la barra mirando al frente, cuando sentí como se acercaba a mi oído. Sentí como sus labios lo rozaban y mi cuerpo comenzó a estremecerse, comenzó a hablar y sentí su calor.

  • ¿Nos vamos? – esas fueron sus palabras. Dos. Una propuesta tentadora que no necesitó de más explicación. Ambos éramos conscientes de lo que había pasado aquella noche.

Y como no necesitaba más explicaciones tampoco necesitaba respuestas. Me giré, le sonreí, me cogió de la mano y salimos juntos de la discoteca. Paseamos por las calles de Madrid sin rumbo fijo mientras el tiempo pasaba sin ser conscientes de que cada uno de los minutos que pasaban en el reloj nos separaba del otro.

  • Estás preciosa, siempre me lo has parecido, pero esta noche estás increíble – me cogió de la cintura y me apoyó junto a los barrotes de una boca de Metro de Gran Vía.
  • ¿Por qué hoy? – pregunté.
  • Yo podría hacerte la misma pregunta – me dijo él acercando su boca a la mía, quedándose a tan sólo unos centímetros de mis labios – pero prefiero hacerte otra – ¿y por qué no?
  • Dos años y decides hacerlo ahora, la última noche – dije acercándome un poco más. Le toqué la cara y el pelo, quería disfrutar de ese momento.
  • O la primera – dijo él siguiendo mi ejemplo, pasando su mano por detrás de mi cuello.
  • Haz que sea la primera – le pedí rogando que ese momento sólo fuera el inicio de una preciosa historia de amor.
  • Te prometo que cada día habrá una primera – me dio un beso en la comisura de la boca y yo volví a estremecerme. Sentía como si los labios me quemaran, necesitaba con ansia besarlo, tocarlo, abrazarlo, notar su cuerpo junto al mío.

Era como si nos conociéramos de siempre, como si hubiéramos hablando miles de veces y sólo necesitáramos llenarnos de promesas que acallaran el tiempo que habíamos dejado pasar. Cerré los ojos, Martín me acercó más a él apretando mi cintura a la suya, sentí su mano fuerte en mi espalda y me estremecí. Nunca había deseado algo de esa forma, con esa necesidad de besarlo. Abrí los ojos y lo vi frente a mí con esa sonrisa arrebatadora mirándome tan profundamente que tocaba directamente mi corazón.

  • Te prometo que cada día habrá un primer beso, de esos que dicen que nunca se olvidan, que tienen un sabor diferente, de esos que rozan el alma y te hacen sentir los latidos de cada corazón acompasados con el sabor de los labios que besas.

Una promesa llena de intenciones que selló con ese primer beso. Nuestro primer beso, en nuestra primera noche. Sentí sus labios junto a los míos y un torbellino de sensaciones se instaló en mí. Quería saborear ese momento, sus labios saciaban mi deseo tanto tiempo acallado. Esa primera noche descubrí que habría pocos besos como aquel primero.

Y eso fue, un solo beso. Nos prometimos vernos, nos dimos los teléfonos, paró un taxi, entré en él y desde dentro le lancé un beso al aire. Él hizo como que lo cogía y se lo llevó a la boca. Y así, como le dije adiós desde un taxi, en un taxi he vuelto a encontrármelo años después.

Volviendo al presente…

Con decisión me levanté del sofá, me duché, elegí un vestido ceñido negro, me peiné con un moño bajo y tomé una copa de vino con unas almendras en la barra de la cocina que hay en mi loft. Intenté serenarme, ese ratillo que tanto disfruto me iba a valer esa noche para calmar la cantidad de gusanillos que se habían instalado en mi estómago. Hacía mucho que no lo hacía, pero en ese momento lo necesitaba. Abrí el cajón de las cosas prohibidas, saqué la cajetilla de Marlboro y me fumé un cigarrillo. Me encanta la sensación que produce el humo entrando en mis pulmones. Lo disfruté, junto a mi copa de vino, mirando el reloj. No necesitaba motivos, no quería buscarlos, quería pasar la noche con Martín. Las diez y cinco. Me levanté con decisión, cogí el bolso y cerré la puerta. Cuando salí del portal lo vi apoyado en el taxi. Llevaba unos vaqueros oscuros, una camisa blanca y una americana negra. ¡Estaba guapísimo! Su mirada irradiaba deseo, lo notaba, me sonrió y volvió a saludarme desde la distancia de esa forma tan masculina.

  • Sabía que vendrías – dijo convencido cogiéndome de la cintura y dándome un ligero beso en la mejilla.
  • Todavía estoy a tiempo de irme – comenzando un juego que sabía que él iba a continuar.
  • Creo que sería un desperdicio que ese vestido tuviera que volver ahí dentro sin haber sido disfrutado como lo merece – no había perdido su forma de camelar. Era todo un seductor y lo seguía siendo. Y a mí lo que más me apetecía ahora mismo era que me sedujeran.
  • Gracias por el cumplido – contesté con un guiño de ojo lleno de intenciones.

Se quitó de delante de la puerta, la abrió y dejó que entrara haciéndome casi una reverencia. Durante el trayecto hablamos de temas banales, no fue hasta que llegamos al restaurante cuando comenzamos a contarnos cómo nos había ido la vida. No sabría cómo explicarlo pero había algo en el ambiente que me animaba a seguir el camino que Martín estaba marcando. Su mano rozó mi mano y todo mi cuerpo quería sentir lo mismo. Hablamos y hablamos sin cansarnos, compartiendo confidencias. Terminamos la cena y me llevó a una ladera desde la que se veía todo Madrid. Era una sensación de libertad, de olvido, de vivir esa noche como otra primera noche. Era todo perfecto, después de tanto tiempo era como si los años no nos hubieran separado, como si el día a día no hubiera hecho que aquella noche quedara como un bonito recuerdo. Nos apoyamos encima del capó mirando las estrellas. Era como una escena de película, pero real, la intensidad de las sensaciones que experimentaba me recordaban que no era un sueño.

  • Ninguno de los dos cumplimos la promesa – me dijo atacando el tema que, seguramente, a los dos nos había rondado por la cabeza toda la noche.
  • ¿Por qué? – pregunté sabiendo que igual no era justo pedir explicaciones cuando yo tampoco había hecho nada por volver a verlo.
  • No lo sé. Pero me da igual, ¿sabes? El destino ha vuelto a juntarnos – se giró, me acarició la cara – cuando te vi entrar en el taxi no podía creerlo. Estás preciosa. Nunca supe cuales eran tus aspiraciones porque entre tú y yo sólo hubo una noche, pero estoy seguro de que has conseguido todo lo que te propusiste.
  • A ti tampoco te han tratado mal los años… – le contesté mientras mi pecho subía y bajaba inspirando a toda velocidad.

No hizo falta hablar mucho más. Creo que los dos estábamos allí buscando lo mismo. No pedimos más explicaciones, en realidad, yo no las necesitaba. Creo que él tampoco. Martín se echó encima de mí, me miró, me besó con desesperación y me arrancó la ropa. Hicimos el amor tantas veces como aguantamos, vimos amanecer y cuando me llevó a casa volvimos a prometer llamarnos. No nos habíamos dado los teléfonos. Los dos sabíamos que eso no pasaría, creo que ninguno podríamos explicar por qué, pero había algo que nos hacía seguir caminos diferentes. Nuestros destinos no estaban escritos con la misma pluma. Aquella noche se volvió a quedar en otra primera noche, con primeros besos, con únicas y primeras veces.

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