Cincuenta y dos años parecen una eternidad. Cincuenta y dos veranos que, sin embargo, han pasado como un soplo de viento, ese que corre a la velocidad de la luz. Hoy volvemos al lugar en el que nos conocimos, en el que nos ilusionamos desde el primer cruce de miradas y en el que nos enamoramos en los treinta y un días que duró aquel verano. Prometimos muchas veces volver y no lo hemos hecho hasta hoy. Los humanos vivimos tan deprisa que, en ocasiones, olvidamos lo realmente importante.
Cojo la mano de Clara y juntos caminamos hacia el lago, al sentir el contacto de su piel me viene a la mente ese recuerdo de una mano suave y fina, que siempre se ha aferrado con fuerza a la mía, tal como prometimos aquellos días de atardeceres que se convertían en amaneceres mientras yo no podía dejar de mirar su sonrisa. Sin que las horas contaran.
¡Nos costó tanto separarnos! Cada día que pasaba era uno más que iba alimentando esa sensación que desconocíamos, pero que nos parecía lo mejor que nos había pasado nunca. Éramos muy jóvenes y nadie nos había explicado lo que era enamorarse, cómo asimilar todas las sensaciones desconocidas, cómo vivir pasando a ser parte de otra persona y, sobre todo, cómo hacer frente al dolor de tener que separarse.
Recuerdo como las lágrimas recorrían las mejillas de Clara sin que ninguna de mis palabras ayudaran a calmar su angustia. Nos hicimos muchas promesas, tantas que tenía miedo de no poder cumplirlas todas. Pero lo conseguimos. Ahora puedo sentirme satisfecho de que mantenerme fuerte ante ella aquel día, aunque en cuanto dejó de verme lloré como un niño, fue lo mejor que hice porque le dio ánimos para aprender a esperar.
Fueron muchos meses de escribir cartas y pasar las horas delante del buzón esperando a ese señor que me traía noticias de la que, con los años, se fue convirtiendo en la mujer de mi vida. Crecimos y cuando pudimos decidir por nosotros mismos nos buscamos. No fue muy difícil porque nunca perdimos el contacto. Nos encontramos y no volvimos a separarnos nunca.
Caminamos hacia el lago, está atardeciendo y el cielo presume de tonos azules con naranjas y amarillos. Corre una leve brisa que acaricia nuestros rostros. Miro a Clara y veo su sonrisa sincera. Han pasado los años, las arrugas son la muestra de cada experiencia vivida, de momentos muy felices y otros no tanto. Aunque más cansada, sigue teniendo la misma mirada que vi aquel día en este mismo sitio, mirando el agua pensativa y con los brazos extendidos. Recuerdo como le pregunté si estaba buscando peces y ella me contestó que no, que estaba concentrándose. A mí me hizo gracia y ella me propuso acercarme e imitar su gesto. “Ven, no le tengas miedo a volar”. Me coloqué a su lado, cerré los ojos y me concentré todo lo que pude. No sentí nada parecido a surcar las nubes, me reí por la ocurrencia de aquella chica de pelo castaño, ojos azules y la sonrisa más bonita que había visto en mi vida. Le mentí y le dije que tenía razón, que había sentido que volaba. En aquel momento creí que era un embustero, pero tenía que hacerlo para seguir hablando con ella. Ahora me doy cuenta de que sí volé y nunca he dejado de hacerlo desde que la conocí.
Al llegar al borde del lago, Clara extiende sus brazos sin soltar mi mano y juntos miramos hacia adelante, con los ojos cerrados, sintiendo ese aroma tan peculiar, tan nuestro, ese que nos hace sentir que estamos en casa. Pienso en todo lo que hemos vivido, en lo que sufrimos hasta estar juntos y en lo felices que hemos sido. Todo, cada lágrima, cada mes interminable, cada carta de desesperación de ella y mis respuestas de ánimo, cada promesa… todo ha valido la pena.
La nostalgia me invade. Siento como la ilusión que vivíamos por cada paso que íbamos dando se va escapando poco a poco al igual que nuestra vida se va acabando. Me da pena pensar en que todas las cosas buenas que hemos vivido ya han pasado y no volverán. Trago saliva intentando no emocionarme. Tengo que ser fuerte, como siempre he sido. Clara me mira y me sonríe. Está tan feliz como yo por estar aquí. Se acerca a mi mejilla, me da un beso y susurra a mi oído: “Gracias”. Mi corazón bombea con fuerza, siempre lo ha hecho y nunca he dejado de sentir esas mariposas en el estómago de las que hablan los jóvenes. Clara es la mujer de mi vida y lo único que sé es que pasaré el resto de mis días haciéndola feliz, como hasta ahora. No voy a pensar en lo que quedó atrás, voy a seguir llenando de sonrisas cada día de su vida.
- Gracias a ti, por enseñarme a volar – le doy un beso en la mejilla, la abrazo y pienso en lo generosa que ha sido la vida con nosotros.
Y sonrío, sonrío con sinceridad y vuelvo a recuperar la ilusión que tuve aquellos días, aquel verano que nos enseñó a amar. Y vuelvo a tener ganas de comerme el mundo, de ir donde nuestros pies nos quieran llevar, sólo tengo una condición, que siempre caminemos de la mano.