Recuerdo como hace 12 años me levanté como cada mañana para ir al instituto. Era jueves y tenía clase de Ciencias Sociales a primera hora. Al pasar por delante de la parada de Renfe de mi casa vi que había colas interminables de gente esperando los autobuses, muchos corrían de un lado a otro alterados. Pensé, que como comentaban en mi casa mis padres, otra vez se habría estropeado el tren. ¡Ojalá hubiera sido otro fallo más de la maquinaria!

Cuando llegué al instituto los compañeros hablaban de que había pasado algo, los profesores no nos informaban de nada en concreto y la clase de Ciencias Sociales nunca empezó. Poco a poco, según los comentarios de la gente nos fuimos enterando de lo que había ocurrido. Recuerdo como decían que habían explotado varios trenes, la palabra bombas resonaba en nuestros oídos mientras todos pensábamos si nuestros padres, hermanos o amigos habrían cogido alguno de esos trenes.

Recuerdo como una niña, bastante más pequeña que yo, se pegó al teléfono del instituto para poder llamar a su madre, que todos los días iba a trabajar en el tren. Era la primera vez que la veía y todavía recuerdo su cara como si fuera ayer. Estaba nerviosa, le temblaban las manos, no pasaba de los quince años y sólo podría repetir que quería hablar con su madre, mientras la línea de teléfono se había quedado en silencio. Llamadas y llamadas que nunca eran contestadas. Los móviles no funcionaban y no había forma de saber si su madre iba en alguno de aquellos trenes. Hasta que, horas después, la vi salir del instituto, llorando, con la mirada perdida, de la mano de alguien que la guiaba al día más triste de toda su vida.

Yo tuve suerte. Viviendo en Madrid no sufrí el dolor de perder a nadie en aquellos trenes. Recuerdo las llamadas, mensajes y súplicas preguntando si estábamos bien y sí, lo estábamos. Ninguna de las 192 víctimas era nadie cercano a nosotros. Sin embargo, todos y cada uno de aquellos pasajeros, que cogieron su último tren aquel 11 de marzo de 2004, se quedaron en el corazón de todos nosotros.

Fue el día más negro que recuerdo en la historia de Madrid, ese y los que vinieron después. Era horrible, teníamos miedo de coger un tren y que pasara lo mismo. Teníamos miedo de convertirnos en una de esas 192 víctimas que subieron al cielo de Madrid, cuando todavía les quedaba mucho tiempo por pisar el suelo. Sin embargo, nosotros, los que teníamos miedo, seguíamos estando. Los que perdieron fueron aquellos que ya no podían ni tener miedo.

Días como hoy nos deben servir para recordar a todos aquellos que perdieron sus vidas y para que luchemos por no volver a tener miedo. Por poder coger un tren, un autobús, acudir a un concierto, a un partido de fútbol, pasear por las calles de Madrid… sin mirar a todos lados, temiendo que ese día se convierta en nuestro último tren.

Foto: rtve.es.

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