Los pueblos… Nuestro pequeño paraíso. Siempre he pensado que los que hemos tenido la suerte de disfrutarlos hemos sido un poquito más felices.

Los “toques” en el móvil avisaban de los que iban llegando, las bicis a punto para salir a pedalear tan fuerte como pudieran nuestras piernas, los abrazos esperados durante meses, los juegos por todo el pueblo por las noches, las ganas de comerse el mundo…  Y, sobre todo, los reencuentros con nuestros amigos, con los atardeceres, con el olor a norte, con un cielo bañado de estrellas y un sol que anunciaba un nuevo día lleno de emociones.

Los años van pasando y los pueblos ya no son la única opción para disfrutar de los días de descanso. A mí me ha pasado, a muchos les pasa. Sin embargo, siento algo más importante. Cuando cojo la A-6 y pongo rumbo a León mi corazón late diferente. Eso se ha mantenido intacto; antes, ahora y (tengo la certeza) de que será siempre.

Las señoras seguirán preguntando “de quién eres” y enfadarán a los niños que pedalearán despavoridos intentando huir de ellas, las canciones de Mago de Oz y Medina Azahara seguirán sonando en las fiestas de verano, seguiremos brindando por reencontrarnos (aunque sea una vez al año) y seguiremos recorriendo sus calles sabiendo que ese es nuestro hogar. Por mucho que la vida se empeñe en alejarnos, su cielo siempre nos seguirá llevando a ellos.

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